Ya no quedaba
aire, el oxigeno disminuía a cada minuto, el humo iba en aumento, las personas
ingresaban al pasillo, en su mayoría hombres, hombres con cuerpos de hombre,
cuerpos de mujeres con rostros de hombre, se acercaban, se chocaban, se
estampaban contra las paredes del angosto y extenso pasillo.
Se abrían puertas de los costados de las cuales salían personajes y en
un rincón me encontraba yo, asfixiándome, con una sensación de fobia, con
ansias de que el pasillo se extendiera inevitablemente para correr hacia algún
lugar. Estos seres allí presentes me miraban, todos con sus ojos negros me
vigilaban, su respiración a cada segundo era mas fuerte, podía ver la danza de
sus fosas nasales, sus bocas inmersas en un temblequeo constante, sus ojos ya
no solo desafiantes ahora paranoicos, desorbitados, percibía sus latidos
acelerados, sus pies poco firmes, sus manos tensas y de golpe, el grito, el grito unificado de todas las
personas presentes en aquel pasillo. De golpe, el fin, la ruptura de la espera,
el grito ensordecedor capaz de aturdir a nuestro cuerpo. Un grito o miles que
conformaban uno solo, no pude tapar mis oídos, no pude tapar mis ojos, solo
atine, yo también, a gritar.
Candelaria Spicogna.
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